miércoles, 30 de diciembre de 2009

Eternidad, y otros sueños vanos

Me quedé mirando la Luna en la ventana, semioculta entre nubes blancas y grises que se empeñaban en entorpecer el brillo de su liviana luz, ese resplandor inquietante con el que nos obsequia en las noches despejadas. Pobre incomprendida, condenada por toda la eternidad a un ciclo que le lleva poco a poco hacia un momento de esplendor, de plenitud, para después, conducirse a una decadencia progresiva, tras la cual, desaparece de nuestra vista. Hablamos de “Luna Nueva”, cuando no podemos verla, cuando permanece invisible a nuestros ofuscados ojos. Desde ese momento, la Luna vuelve a renacer, y despacito, noche tras noche, va dejando asomar su brillo tímidamente, para volver a ocupar su majestuoso lugar en el orbe tal y como lo hizo un mes antes. Y así, por los siglos de los siglos.
Pobres miserables nosotros, que como pequeñas motas de polvo en un mayúsculo Universo, sufrimos nuestra particular condena, sabiendo que cuando dejamos de ser visibles para las personas, al contrario que la Luna, ya no volvemos a la Tierra para demostrar que al menos, nuestro alma sigue vive. Y así, poco a poco se va olvidando nuestra imagen, y con el tiempo, nuestra esencia.

Cuando quise mirar el reloj, me acabó sorprendiendo el amanecer. En aquel preciso instante en que todo permanecía quieto, un escalofrío subió por mi espalda;hacía fresco en la calle. Solo se oía el vago cantar de unos cuantos pájaros madrugadores, confundidos por el rojizo despertar de ese cielo que observaba, y cómo no, por la luz de las farolas.

Inevitablemente, tuve que despedirme de la oscuridad. El sol se apresuraba, como cada día. Aunque para muchos era pronto, a mi se me había hecho tarde

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