sábado, 21 de mayo de 2011

Reír, no llorar

“Si en la calle ríen, tu no llorarás, ¿verdad?”. Aún restallaban en su cabeza esas palabras aleccionadoras con las que tiempo atrás, su siempre diplomática buena amiga le animó a dejarse llevar por el sentimiento colectivo de alegría juvenil que se les suponía, a sus 20 años. “Reír, no llorar”, como en aquella canción de Parabellum.

Había pasado más de año y medio, pero aquellos sentimientos negativos, lejos de desaparecer, seguían pegados a su piel, se reflejaban en sus ojos de cría desconcertada, de mirada perdida en no sé qué pasaje de cuento inacabado. Antes de que ocurriese aquello que diariamente trataba de evitar recordar, había atravesado fuertes tormentas, momentos trágicos que habían rasgado su vida, y dificultaron el caminar por los meses sucesivos; pero enseguida aprendió a vendarse y a seguir, e incluso a vendar a los otros afectados, que sufrieron tanto como ella. Todo su mundo se volcó en proteger sus heridas, en besarlas hasta que cicatrizaron, así fue más fácil asimilar el daño.

Esta vez era diferente: los ojos de niña perdida enfrentados a lo hostil, al miedo al vacío y al vuelo sin motor, miraban diferente, buscando apoyos donde ya no estaban, pidiendo esperanza en el lugar donde sólo habitaban incomprensión y rabia. Su pequeña cabecita, que siempre había presumido de librepensar y bienquerer con autosuficiencia y claridad, se hallaba confusa entre dos tiempos: un pasado del que, a pesar de todo, le costaba despedirse; y de un presente en ansioso curso, ligado a un futuro inesperado (como todos los futuros), que en sus muchos momentos de enmarañarse el pensar a solas, preveía desesperado. Empezaba a darse cuenta de que era verdad eso que dicen los padres de que el tiempo pasa muy deprisa, que todo muda con gran facilidad, y hay que resignarse ante aquello que ocurre y no podemos evitar, a la vez que cargar con todo aquello que decidimos portar con nosotros, aunque a priori no sepamos cuál va a ser el precio del peaje.

No obstante, entre presente y pasado, algo no había cambiado: tanto antes como después, seguía siendo una tortura tener que sonreír, y no llorar, al atragantarse con tanta doblez y tan poca sinceridad, o sentarle mal una dosis de ilusiones descontroladas.

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